En Familia

Queridas familias:

A lo largo de estos meses, hemos tenido tiempo para detenernos a pensar acerca del don de Dios que es la vocación de vuestros hijos y lo que significa ser para ellos auténticos educadores. No obstante, al hacer este recorrido, no pocas veces os habréis encontrado la dificultad de no saber cómo vivir todo esto en vuestras circunstancias concretas: “Entendemos que nuestro hijo es un don de Dios, sí, y por eso hemos querido ofrecérselo y colaborar con Él. Además, hemos tratado de ser ejemplo de oración y de virtud, y hemos procurado que su iniciación cristiana culmine en la pregunta vocacional… Pero: ¿cómo sabemos si nuestro hijo tiene vocación? ¿cómo podemos estar seguros de ella? ¿cómo podemos cuidarla?…” En los próximos números de la revista, queremos ofreceros algunas recomendaciones prácticas que tal vez puedan ayudaros en esta ardua tarea. 

Lo primero de todo es tener claro que Dios no acostumbra a hablar directamente. Es cierto que Él puede llamar como quiera, y no faltan en la historia ejemplos de vocaciones que se han descubierto de modo extraordinario; sin embargo, el “lenguaje” que el Señor suele emplear para llamar a su seguimiento es el de los indicios: pequeñas pistas que Él pone en nuestro camino y que, aunque en sí mismas no parecen decir nada, todas juntas nos permiten reconocer con claridad su llamada. ¿Cuáles son esos indicios? ¿Cuáles pueden ser esas pistas que nos ayuden a descubrir si hay vocación?  Os proponemos seis que quizá os sirvan para empezar:

  1. Gusto o inclinación hacia las cosas de Dios.

Dios prepara los corazones de los que elige para su servicio con una delicadeza especial. No es extraño, por ello, descubrir en los niños a los que Él llama un gusto singular por las cosas de Dios; una inclinación hacia lo sagrado que se pone de manifiesto en detalles tan concretos como el deseo de ir a Misa, de servir al altar ayudando al sacerdote o de permanecer mucho tiempo en la iglesia… ¡Cuántos niños, incluso, han jugado en sus casas a celebrar Misa! En el caso, por ejemplo, del pequeño Giuseppe Sarto, quien más tarde llegaría a ser el papa San Pio X, aquel gusto por las cosas de Dios pronto se convirtió en evidencia de vocación: primero había recibido con sorpresa y agrado la invitación que le hacía su sacerdote para ser monaguillo, convirtiéndose pronto en el “jefe” de todos por su particular devoción; más tarde había expresado, delante del obispo, su deseo de recibir pronto la Primera Comunión –“«quisiera saber, señor obispo, por qué tiene que esperar tanto los niños para recibir la Primera Comunión». (…) «Aún no tienes suficiente comprensión para recibir el más alto de todos los sacramentos» respondió el obispo. A lo que el niño replicó, sin titubeos: «yo sé que el Divino Salvador está realmente presente en la Santa Hostia y que quiere venir a mi corazón. ¿Sabe usted algo más, señor obispo?»”- y este no tuvo más remedio que autorizarle; al llegar este ansiado día, comunicó gozoso a su madre: “quisiera ser sacerdote. En la Santa Comunión he comprendido repentinamente esta mañana que el Salvador me llama para ser su ministro”. Tenía solo once años. 

  1. Preguntas más profundas que las de los chicos de su edad

En ocasiones, puede sorprender que nuestro hijo nos plantee cuestiones que van más allá de las habituales conversaciones infantiles; preguntas que miran a lo verdaderamente importante y que no se conforman con una respuesta superficial o mundana. Y es que también este es el modo como Dios prepara el corazón de los llamados. El papa Francisco nos lo explicaba hace poco tiempo: “Cuando se trata de discernir la propia vocación, es necesario hacerse varias preguntas. No hay que empezar preguntándose dónde se podría ganar más dinero, o dónde se podría obtener más fama y prestigio social, pero tampoco conviene comenzar preguntándose qué tareas le darían más placer a uno. Para no equivocarse, hay que empezar desde otro lugar, y preguntarse: ¿me conozco a mí mismo, más allá de las apariencias o de mis sensaciones?, ¿conozco lo que alegra o entristece mi corazón?, ¿cuáles son mis fortalezas y mis debilidades? Inmediatamente siguen otras preguntas: ¿cómo puedo servir mejor y ser más útil al mundo y a la Iglesia?, ¿cuál es mi lugar en esta tierra?, ¿qué podría ofrecer yo a la sociedad? Luego siguen otras muy realistas: ¿tengo las capacidades necesarias para prestar ese servicio?, o ¿podría adquirirlas y desarrollarlas?”. (Francisco. Exhortación Apostólica Christus vivit. 285).

En efecto, el interés por lo auténtico, por lo que no pasa, por lo sustancial, suele ser un indicio de vocación, pues esta inquietud revela que el corazón del niño aspira a descubrir los insondables misterios del Sagrado Corazón, a penetrar en su intimidad y a conocer sus secretos. 

  1. Búsqueda de momentos de oración

Otro indicio que suele acompañar a los llamados por Dios a una singular intimidad con Él, es una especial atención y sintonía con su voluntad. De ahí que encuentren en el silencio de la oración su propio hábitat. Buscan estos momentos de intimidad, se recogen con cierta facilidad, y lo más increíble, se transforman, parecen otros. Y es que la oración es el lugar idóneo para contarle nuestras cosas y escuchar su voz, pues aunque «nos habla de modos muy variados: en medio de nuestro trabajo, a través de los demás, y en todo momento, no es posible prescindir del silencio de la oración detenida para recibir mejor ese lenguaje, para interpretar el significado real de las inspiraciones que creímos recibir, para calmar las ansiedades y recomponer el conjunto de la propia existencia a la luz de Dios» (Ex. Ap. Gaudete et exultate, 171)” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus vivit. 283). Podríamos decir que el silencio es el lenguaje preferido de los llamados. Por eso, no faltan testimonios de muchos santos, que ya en su niñez buscaban momentos de silencio para hablar con Dios. Tal es el caso de San Pascual Bailón, quien, con apenas siete años, aprovechaba su labor como pastor en Alconchel para elevar los ojos al cielo, mirar hacia la ermita de su pueblo, o simplemente recogerse bajo la sombra de un árbol y pasar largos ratos con quién tanto le amaba. También Santa Teresita describe esta misma experiencia, bien buscando retirarse a un lugar solitario durante los días de pesca – “Para mí, eran hermosos los días en que mi rey querido (su padre) me llevaba con él a pescar (…). Prefería ir a sentarme yo sola en la hierba florida. Entonces mis pensamientos eran muy profundos y, sin saber lo que era meditar, mi alma se abismaba en una verdadera oración”. (Historia de un alma) – o bien dirigiéndose a Dios con frecuencia a lo largo del día – “Amaba mucho a Dios y le ofrecía con mucha frecuencia mi corazón, sirviéndome de la breve fórmula que mamá me había enseñado: [Según otras fuentes, la oración que la madre le había enseñado era así: “Dios mío, te ofrezco mi corazón; tómale si quieres, para que ninguna criatura pueda adueñarse de él, sino sólo tú, mi buen Jesús”] (Historia de un alma)-.

  1. Descubrir la mano de Dios en las cosas sencillas 

También se aprecia esta especial sintonía con Dios, que es indicativa de vocación, en la gran sensibilidad que tienen algunos pequeños para descubrir Su mano en las cosas sencillas de cada día. El Señor, que es providente, cuida de nosotros, pero lo hace de modo escondido. No obstante, estos elegidos suelen reconocer Su presencia en las pequeñas cosas. Ciertos detalles que pasarían desapercibidos ante nuestros ojos, son vistos de otra manera por estos niños. Cuenta, por ejemplo, Santa Teresita en su Historia de un alma que le llenaba de inmensa alegría ver a su padre ir a recogerles del colegio “Al volver a casa, yo miraba las estrellas que titilaban dulcemente, y esa visión me fascinaba… Había, sobre todo, un grupo de perlas de oro en las que me gustaba fijarme, pues me parecía que tenían forma de “T”. Se la enseñaba a papá, diciéndole que mi nombre estaba escrito en el cielo, y luego, no queriendo ver ya nada de esta fea tierra, le pedía que me guiase él”. (Historia de un alma). Algo similar le sucede a san Juan Bosco, quien reconoce en aquel sueño de su infancia una luz que ilumina su vocación, su camino de santificación. En ambos casos, estos detalles, que pueden parecer insignificantes, son vistos como signos del tierno amor de Dios por ellos.

  1. Deseo de entregarse y de ayudar a los demás

Aunque pueda parecer un detalle sin importancia, otra de las “pistas” que señalan una posible vocación en los niños es el deseo de ayudar a los demás. En efecto, hay niños que parecen estar más pendientes de los otros que de sí mismos: son generosos y ofrecen lo que tienen (juguetes, material escolar…), se prestan a echar una mano con los deberes a sus compañeros antes de que estos se lo pidan, llaman la atención de sus padres para que les den una moneda cuando se encuentran a alguien pidiendo limosna, se entristecen al ver a alguien triste o enfermo… 

En la vida de los santos también encontramos bellísimas anécdotas que ponen de manifiesto cómo en su infancia ya estaba presente este deseo de entregarse a los demás. Así ocurría, por ejemplo, con santo Tomás de Villanueva, quien muchas veces volvía a casa vestido de harapos porque había regalado su ropa a los niños que mendigaban; o con san Juan Bosco, quien cambiaba cada día su apetitoso pan blanco por el insípido pan negro que le ofrecía otro muchacho más pobre; o con santa Teresita, quien nos relata así su encuentro con un enfermo: “Durante los paseos que daba con papá, le gustaba mandarme a llevar la limosna a los pobres con los que nos encontrábamos. Un día, vimos a uno que se arrastraba penosamente con unas muletas. Me acerqué a él para darle una moneda; pero no sintiéndose tan pobre como para recibir una limosna, me miró sonriendo tristemente y rehusó tomar lo que le ofrecía. No puedo decir lo que ocurrió en mi corazón. Yo había querido consolarle, aliviarle, y en vez de eso pensé que le había hecho sufrir. El pobre enfermo, sin duda, adivinó mi pensamiento, pues lo vi volverse y sonreírme. Papá acababa de comprarme un pastel y me entraron muchas ganas de dárselo, pero no me atreví. Sin embargo, quería darle algo que no me pudiera rechazar, pues sentía por él un afecto muy grande. Entonces recordé haber oído decir que el día de la primera comunión se alcanzaba lo que se pedía. Aquel pensamiento me consoló, y aunque todavía no tenía más que seis años, me dije para mí: “El día de mi primera comunión rezaré por mi pobre”. Cinco años más tarde cumplí mi promesa, y espero que Dios habrá escuchado la oración que él mismo me había inspirado que le dirigiera por uno de sus miembros más dolientes”. (Historia de un alma). 

Es así como dispone el Señor las almas de quienes más tarde van a consagrar su vida en el servicio a Dios y a los hermanos. “Eres para Dios, sin duda. Pero Él quiso que seas también para los demás, y puso en ti muchas cualidades, inclinaciones, dones y carismas que no son para ti, sino para otros”. (Francisco. Exhortación Apostólica Christus vivit. 286).

  1. Tener como modelos de vida a los santos

Por último, uno de los indicios que mejor iluminan el camino de una posible vocación es caer en la cuenta de quiénes son los modelos de vida de nuestros hijos. En esta época de su vida, es muy normal que los niños quieran imitar en todo a los mejores futbolistas, a los cantantes de moda, a los superhéroes que aparecen en los cómics o en la televisión, a los youtubers más seguidos… Sin embargo, también hay algunos niños que son capaces de mirar más allá y aspiran a unas metas que escapan de la lógica del mundo. ¡Aspiran a la santidad! Por ello, no es extraño encontrar a estos muchachos leyendo la vida de algún santo, especialmente si se trata de santos niños, o queriendo conocer sus historias o colocando en sus habitaciones alguna estampa con su imagen. Los hay, incluso, que descubren auténticos modelos a imitar en sus sacerdotes –“¡De mayor quiero ser como mi cura!”, dicen– o en los religiosos o religiosas a las que alguna vez han visitado.  Santa Teresita, por ejemplo, siempre se fijó en su hermana Paulina: “Un día, yo le había dicho a Paulina que me gustaría ser solitaria, irme con ella a un desierto lejano. Ella me había contestado que mi deseo era también el suyo y que esperaría a que yo fuera mayor para irnos. (…) Por eso, ¡cuál no sería mi dolor al oír un día hablar a mi querida Paulina con María de su próxima entrada en el Carmelo! (…) Siempre recordaré, Madre querida, con qué ternura me consolaste… Luego me explicaste la vida del Carmelo, que me pareció muy hermosa. Evocando en mi interior todo lo que me habías dicho, comprendí que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que yo fuese también a esconderme… Lo comprendí con tal intensidad que no había la menor duda en mi corazón. No era un sueño de niña que se deja entusiasmar fácilmente, sino la certeza de una llamada de Dios: quería ir al Carmelo no por Paulina, sino solo por Jesús”. (Historia de un alma).

Como decíamos al principio, estas son solo algunas de las pistas que nos permiten reconocer el susurro de Dios, que llama a los más pequeños. No se trata de un juego, ni es una suerte de “entretenimiento” que el Señor nos propone para tenernos ocupados en descubrir el verdadero sentido de la vida. Es, más bien, el lenguaje de Dios que habla con claridad a quienes están dispuestos a escucharle y que os invita también a vosotros a haceros pequeños para comprender con vuestros hijos el misterio de su llamada y estar dispuestos a dejarlo todo – a entregarlos a ellos – para seguirle. ¿Estáis vosotros dispuestos a “comprender” estos indicios?

“¿CÓMO VIVEN LOS SEMINARISTAS?”. VISITA NUESTRO CANAL DE YOUTUBE. ESTÁS EN CASA

“¿Qué me ofrece el seminario menor? ¿cómo viven los seminaristas?”. Te lo cuenta Jesús, un seminarista de 1º de E.S.O. ¿Quieres escucharlo? Acércate… ¡ESTÁS EN CASA!

En breve

Y el próximo 10 de abril, un nuevo vídeo de nuestra serie: “¿Es necesario que mi hijo vaya ya al seminario? ¿No puede esperar?”