En Familia

Queridas familias:

Al descubrir en nuestros hijos los primeros indicios de vocación – el mes pasado hablábamos de ello –, no es extraño que sigan aflorando en nosotros ciertas dudas: “¿cómo puedo estar seguro de ello?, ¿no serán solo imaginaciones mías?, ¿dónde se certifica que esos indicios atestiguan una verdadera vocación?… ¡No quiero equivocarme!”. La respuesta a todas estas preguntas, muy lógicas por otra parte, es más sencilla de lo que parece: no eres tú quien debe estar seguro de su vocación, sino él. Nuestro papel será, más bien, acompañar, cuidar y alentar la respuesta libre y personal de nuestro hijo. ¿Te lo explicamos? 

  1. La prudencia y “las cosas de Dios”

El Señor en el evangelio, al hablar de las condiciones para ser discípulo, nos dice: “¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?” (Lc 14, 28). En efecto, ante las decisiones importantes – y la respuesta a la vocación lo es, ¡nos va la vida en ello! -, es clave, para estar seguros, haber reflexionado mucho acerca de los pros y los contras del proyecto que se va a emprender. Es lo que llamamos “discernimiento”. 

Sin embargo, discernir es mucho más que el mero reflexionar para tomar decisiones. El discernimiento requiere la prudencia, ya que, sin ella, es imposible que nuestros actos nos dirijan a la meta de la santidad. La prudencia es la ayuda necesaria e imprescindible para descubrir la voluntad de Dios y ser santos, pues nos ilumina en las circunstancias concretas de la vida para elegir siempre lo mejor y poner todos los medios necesarios para conseguirlo. 

No obstante, no podemos olvidarnos de lo más importante: la vocación es “cosa de Dios” y, descubrirla, implica entrar en su intimidad por la puerta de la oración, conocer su Corazón y mirar nuestra vida desde la perspectiva de su Amor. El papa Francisco nos lo recordaba no hace mucho: “Este discernimiento, aunque incluya la razón y la prudencia, las supera, porque se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene sobre cada uno. Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me conoce y me ama, el verdadero para qué de mi existencia, que nadie conoce mejor que Él” (Exhortación Apostólica Christus Vivit, 280).   

  1. Familia, prudencia y discernimiento 

La prudencia, como hemos dicho, ocupa un lugar destacado en todo discernimiento. El único miedo ha de ser tomar una decisión imprudente, si bien esto nunca debe llevarnos al error de pretender decidir por nuestros hijos, pues esta virtud solo se construye en la medida en que se pone en práctica: ¡que sean ellos los que elijan! Santa Celia lo tenía sumamente claro, incluso en los detalles más insignificantes: “En fin espero que camine pronto sin ayuda (habla de su hija María, que estaba enferma); lo único que temo son las imprudencias. Todavía tiene algo de fiebre por las tardes; incluso me parece que hoy ha tenido algo más que ayer, pienso que sea el cansancio de estar tanto tiempo levantada”. (Carta de Santa Celia a su hija Paulina, 14 de mayo de 1973)

Ahora bien, ¿cómo puedo ayudar a mi hijo a ser prudente? En primer lugar, como ya vimos, siendo un ejemplo para él; si somos modelo de virtudes para nuestros hijos, esto quedará en su memoria y les ayudará en la toma de decisiones propias. En segundo lugar, educando en virtudes mediante la vida familiar; la familia es el lugar por excelencia para este cometido, pues en ella se dan de modo privilegiado los tres requisitos necesarios para la alcanzar la virtud: que sean acciones conscientes – las normas de la casa ayudan a tomar conciencia de lo que está bien y lo que está mal –; que sean libres – como esa norma viene de alguien que me ama y la cumple, elijo yo también cumplirla y la asumo como algo propio –; y que sean repetidas – forman parte del día a día de la familia –. Por tanto, más que discernir por nuestros hijos, la vocación de padres requiere que hagamos de nuestra familia una auténtica escuela de prudencia y, consiguientemente, del resto de virtudes.

  1. Los tres pasos de la prudencia

Queda por señalar el que seguramente sea el aspecto más decisivo de la prudencia: pasar a la acción. En efecto, esta virtud no se refiere solamente a ser capaz de tomar buenas decisiones, sino a poner en práctica dicha elección sin demora. Actualmente, en el lenguaje cotidiano, el término prudencia ha perdido su fuerza original. Se suele llamar prudente al hombre que permanece siempre en la retaguardia y no se atreve a expresar su pensamiento ni a ponerlo en práctica. Pero esto no es así. En realidad, el hombre prudente es el que, reflexionando, toma buenas decisiones en el momento oportuno y las realiza. La madre de santa Teresita, por ejemplo, escribía en una ocasión a su hija Paulina que no solo hay que desear ser santos, sino trabajar por ello: “Espero que será una buena chica (habla de su hija María), pero quisiera que fuese una santa, lo mismo que tú, Paulina querida. También yo quisiera ser santa, pero no sé por dónde empezar; hay tanto que hacer, que me limito a desearlo. Digo muchas veces durante el día: «¡Dios mío, cómo desearía ser santa!» ¡Y luego no hago las obras de los santos! Sin embargo, ya es hora de que ponga manos a la obra, no me vaya a pasar como a dos personas que se han ido esta semana y cuya muerte me ha afectado mucho”. (Carta de Santa Celia a su hija Paulina, 26 de febrero de 1976) 

Santo Tomás de Aquino lo explicó muy bien al hablar de los tres actos de la virtud de la prudencia: la reflexión – considerar los pros y los contras de mi decisión a la luz de Dios y aconsejado por quién quiere lo mejor para mí –; el juicio – elegir lo mejor y procurar los medios necesarios para alcanzarlo según mis circunstancias concretas –; y la intimación – ponerse manos a la obra –. De estas tres, la última es el acto principal. 

¡Aprendamos de los santos! Como padres, hemos de negarnos a nosotros mismos para que nuestros hijos respondan con libertad a la voluntad de Dios, como hizo, por ejemplo, san Luis Martin: “Monseñor (habían ido a ver al obispo de Bayeaux para pedirle autorización para entrar en el Carmelo), creyendo agradar a papá, intentó hacer que me quedara con él algunos años más. Por eso, no fue poca su sorpresa y su edificación al verlo ponerse de mi parte e interceder para que consiguiera permiso para echar a volar a los quince años”. (Historia de un alma) Y no escatimemos esfuerzos para lograr que ellos hagan todo lo posible para responder a lo que el Señor les pide, de modo que puedan decir también con santa Teresita: “En el fondo del corazón, yo sentía una gran paz, puesto que había hecho absolutamente todo lo que estaba en mis manos (pedirle permiso incluso al Papa León XIII) para responder a lo que Dios me pedía”. (Historia de un alma)

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“¿Es necesario que mi hijo vaya ya al seminario? ¿no puede esperar?”. D. Rubén González, formador del seminario menor, nos da las claves para que el ofrecimiento de nuestro hijo sea real. Esto es el Seminario Menor… ¡ESTÁS EN CASA!

En breve

Y el próximo 10 de mayo, un nuevo vídeo de nuestra serie: “¿No va a perder mi hijo todos los beneficios de la familia si va al seminario?”