En Familia

Queridas familias:

En los dos números anteriores de nuestra revista hemos aprendido cómo nuestra vocación matrimonial conlleva la misión de ser cuidadosos administradores de los dones de Dios en nuestra familia viviendo en constante acción de gracias y cómo nuestra vocación de padres incluye la delicada e importante tarea de ayudar a nuestros hijos a reconocerse como don de Dios, lo cual reclama de nosotros la generosidad de hacer de ellos una verdadera ofrenda, no sólo afectiva o intencionalmente (ofrecimiento ritual), sino, sobre todo,  de modo efectivo y concreto (ofrecimiento real).

Ahora damos un paso más: ser administradores de los dones de Dios, responder con generosidad a nuestra propia vocación, nos convierte también en instrumentos válidos de los que el Señor se sirve para llamar a nuestros hijos a seguirle. Somos las primeras e inmediatas mediaciones a través de las cuales Dios quiere llevar a cabo con ellos su historia de amor y salvación. El papa santo Juan Pablo II lo explicaba así en su mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones del año 1983: “Dios llama a quien quiere, por libre iniciativa de su amor. Pero quiere también llamar mediante nuestras personas. Así quiere hacerlo el Señor Jesús. Fue Andrés quien condujo a Jesús a su hermano Pedro. Jesús llamó a Felipe, pero Felipe llamó a Natanael (cf. Jn 1, 33 ss.). No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven, o menos joven, las llamadas del Señor. Es un acto de estima y de confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia” (San Juan Pablo II. Mensaje para la XX Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. 2 de febrero de 1983)

En efecto, los padres, la familia misma, es uno de los principales “lugares teológicos” de la vocación: es el ámbito privilegiado para escuchar la llamada del Señor y aprender a responderle con generosidad. Y es que aquellos han colaborado con Dios a engendrar vida, son los que mejor pueden ayudar a sus hijos a reconocer la voz del que es la Vida.  Una colaboración que, por otra parte, se hace muchas veces imprescindible, pues no es extraño encontrar ejemplos de personas cuya vocación parece evidente para todos excepto para ellos. Personas que muestran signos manifiestos de que Dios les puede estar llamando, pero que no terminan de escucharle o no le entienden o no saben interpretar su llamada. ¡Necesitan que alguien se lo diga! ¡Necesitan que alguien les haga explícito eso que ellos no se atreven siquiera a intuir! “A veces Jesús nos llama, nos invita a seguirle, pero tal vez sucede que no nos damos cuenta de que es Él, precisamente como le sucedió al joven Samuel. (…) Quisiera preguntaros: ¿habéis sentido alguna vez la voz del Señor que, a través de un deseo, una inquietud, os invitaba a seguirle más de cerca? ¿Le habéis oído? (…) ¿Habéis tenido el deseo de ser apóstoles de Jesús? Es necesario jugarse la juventud por los grandes ideales.” (Francisco. Ángelus. 21 de abril de 2013)

Dios ha pensado una vocación concreta desde toda la eternidad, tiene una manera concreta de llamar a cada uno y se sirve de personas (instrumentos) concretas y circunstancias concretas para ello. ¿Qué hubiera sido de Pedro si su hermano Andrés no le hubiera hablado de Jesús (Jn 1, 40-42)? ¿Cómo sería la vida de Natanael si Felipe no se hubiera acercado a él mientras estaba bajo la higuera (Jn 1, 45-46)? ¿Y la de Bartimeo si los que acompañaban a Jesús no le hubiesen llamado: “Ánimo, levántate, te llama” (Mc 10, 49)? En el caso de nuestros hijos, nada hay más concreto y más cercano a ellos que el ejemplo, la voz, la ayuda y la oración de sus propios padres. Nosotros podemos ser altavoces de la voz de Dios en medio de tantos ruidos como ellos escuchan en medio del mundo. Podemos ser faros reflectores de la luz de Dios en medio de sus dudas y de sus miedos. Con la vivencia alegre y confiada de nuestra vocación como esposos y como padres, podemos ayudarles a ellos a comprender que hacer la voluntad de Dios es garantía de felicidad.

No obstante, llevar a otras personas a Cristo y proponerles la vocación, nunca puede significar organizarles la vida, como pretendía, por ejemplo, la madre de los Zebedeos (Mt 20,20-28). No somos nosotros quienes asignamos las vocaciones de los hijos ni tampoco el criterio último de discernimiento. Somos solo la ayuda humilde y necesaria para que ellos puedan descubrir cuál es el plan de Dios para ellos. Por ello, una insistencia imprudente y obstinada al proponer la llamada de Dios, aunque esta pareciera evidente, podría resultar perjudicial, llegando incluso a “asfixiar” la propia vocación. Además, no podemos olvidar que Dios no suele elegir lo que se espera que elija ni llama mirando la apariencia o “la pinta”. Nuestros criterios no siempre coinciden con los suyos y es habitual que sus planes trastoquen nuestros planes, como explicaba el papa Francisco: “En su respuesta, Dios nos sorprende siempre, rompe nuestros esquemas, pone en crisis nuestros proyectos, y nos dice: Fíate de mí, no tengas miedo, déjate sorprender, sal de ti mismo y sígueme” (Francisco. Homilía en la Misa de la Jornada Mariana con ocasión del Año de la Fe. Plaza de San Pedro. 13 de octubre de 2013)

Por ello, es preciso no invadir el espacio de discernimiento de nuestros hijos. Habrá momentos en los que sea necesario apartarse, guardar silencio, esperar y acompañar con la oración, pues Dios tiene sus tiempos. Así lo vivía Santa Celia, la madre de santa Teresita, quien, habiendo observado algunos indicios de vocación en su hija mayor, María, prefería guardar silencio al comprender que era el momento de acompañarla con la oración. Esto es lo que escribía: “No me extrañaría que un día se hiciese monja en la Visitación; no tiene en absoluto gustos mundanos, al contrario, pongo yo más interés que ella en que vaya bien vestida. Una noche, hace muy poco, mientras rezaba mis oraciones después de leer a santa Chantal, pensé de pronto que María iba a ser monja (…). No se lo digas a ella, pues podría imaginarse que lo estoy deseando, y la verdad es que sólo lo deseo si es la voluntad de Dios. Con tal que siga la vocación que Dios le dé, yo seré feliz”. (Carta de Santa Celia a su hija Paulina. 5 de diciembre de 1875). 

Y, aun cuando nosotros lo podamos ver muy claro, no podemos romper su libertad ni su modo de dar respuesta al Señor y de comunicárnoslo. Nuestro papel ha de ser acompañar, aconsejar, rezar y respetar sus tiempos y sus ritmos. También en esto nos da ejemplo santa Celia: “María ha venido completamente cambiada de los ejercicios. Por lo visto, el Padre jesuita que los predicó es un santo. Ha habido cosas misteriosas que han hablado entre los dos; he pedido informaciones a su tía, pero no ha habido forma de saber nada… Lo único que he sabido es lo que me ha dicho Paulina, que también está poco informada. Se lo he dicho a su tía, que me ha rogado que no deje traslucir nada, porque María prefiere tenérmelo todo escondido. (…) En resumidas cuentas, que pienso que se hará monja, aunque haga todo lo posible por convencerme de lo contrario” (Carta de Santa Celia a su cuñada. 9 de julio de 1876). Es interesante destacar que esta santa murió antes de ver realizada la vocación de su hija. Hasta ahí llegó su “silencio” y su “respeto” a los tiempos de Dios.

He aquí, queridas familias, nuestra apasionante y dulce tarea: ser mediaciones de Dios para ayudar a nuestros hijos, desde el respeto a su libertad personal, a nacer no sólo a este mundo, sino también al Cielo. “Los jóvenes necesitan ser respetados en su libertad, pero también necesitan ser acompañados. La familia debería ser el primer lugar de acompañamiento”. (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit. 242). 

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En breve

Y el próximo 10 de diciembre, segundo vídeo de la serie: “¿Puede un niño pequeño tener vocación?”