En Familia

Queridas familias:

Tras varios meses reflexionando sobre vuestra vocación matrimonial y la de vuestros hijos, llegamos ahora al final de nuestro recorrido. Muchas han sido las pistas y ayudas que, a lo largo de este tiempo, nos han iluminado el camino para facilitarnos la preciosa labor de acompañar, cuidar y alentar esta vocación. Pistas y ayudas que, esperamos, os habrán servido para vivir el gozo de responder a la llamada del Señor en el día a día de vuestro matrimonio y ser “formadores de nuevos peregrinos hacia la ciudad celeste” (San Juan Pablo II, Discurso en la Vigilia con los Jóvenes en el Monte del Gozo, Santiago de Compostela 1989). Por ello, y a modo de síntesis, hemos querido señalar en este último número de nuestra revista algunos obstáculos concretos que pueden interponerse en la apasionante tarea del discernimiento, según nos indicaba el Papa en su reciente exhortación Christus Vivit. No se trata de añadir consejos o pautas nuevas, y mucho menos de enturbiar estas reflexiones con un peligroso pesimismo que pude hacer que nos entretengamos entre peligros y contrariedades, sino, más bien, de poner de relieve que una adecuada y alegre vivencia de la vocación matrimonial, y de la educación y acompañamiento de los hijos, son las mejores ayudas para vencer cualquier dificultad:

Falta de interioridad, “vivir hacia afuera”.

“No es posible prescindir del silencio interior”, nos recordaba no hace mucho el Papa Francisco. En efecto, la falta de silencio interior, motivada tantas veces por el ruido del mundo, es mucho más que un obstáculo o una dificultad para el discernimiento, pues no solo dificulta la respuesta a Dios, sino que – y esto es lo más peligroso – incapacita para escucharle. 

En nuestros días, esta ausencia de interioridad se ve acrecentada por el progresivo poder del mundo digital y el estrés de nuestra sociedad. De ambos peligros nos advertía también el Papa al afirmar que “los espacios digitales nos ciegan a la vulnerabilidad del otro y obstaculizan la reflexión personal” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 90). Y, más adelante, que “la ansiedad y la velocidad de tantos estímulos que nos bombardean hacen que no quede lugar para ese silencio interior donde se percibe la mirada de Jesús y se escucha su llamada” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 277) que es atractiva y fascinante. 

Frente a ello, como explicábamos el pasado mes de enero, hemos de hacer de nuestros hogares una escuela de oración, de silencio y de interioridad, para salir al paso de los peligros que hoy más que nunca ponen en riesgo la respuesta de nuestros hijos al Señor. Así lo hicieron con Santa Teresita San Luis y Santa Celia, sus padres, a quienes ella misma agradecía su ejemplo de este modo: “no tenía más que mirarlo (a su padre) para saber cómo rezan los santos…”. (Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito A 18vº)

La influencia de los demás, “dejarse llevar”

Un segundo obstáculo para el discernimiento es dejarse llevar, o más bien arrastrar, por la opinión de los demás. A todos nos preocupa en mayor o menor medida lo que piensen los otros y, en ocasiones, llegamos a actuar – o no actuar – buscando solo su agrado o su reconocimiento. La influencia de los demás adquiere, durante la adolescencia, mayor importancia a la hora de tomar decisiones, hasta el punto de que no sea extraño encontrar a muchachos que eligen uno u otro camino a partir del deseo de los padres, de los amigos o de “las modas” del mundo presente, llegando incluso a “sacrificar” la propia vocación.

Sin embargo, la llamada de Dios es personal y única, y, por ello, también la respuesta ha de serlo. Es cierto, como os decíamos en el número de diciembre, que la familia es el ámbito privilegiado para escuchar la llamada del Señor y aprender a responderle con generosidad, pero esto no significa tener que decidir por ellos. En síntesis: no es tarea de los padres – tampoco de los amigos – actuar en nombre de los hijos, sino, más bien, ayudarlos a que sean ellos quienes respondan libremente y con madurez a su vocación, protegiéndolos, si fuera necesario, de amistades que les impidan “ser ellos mismos” y poner en juego sus talentos, despreciando su unicidad e irrepetibilidad. He aquí el consejo del Papa: “te recuerdo que no serás santo y pleno copiando a otros” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 277). 

Ponerse en el lugar de Dios, “¡En mi vida decido yo!”

Es habitual la tentación de pensar que somos dueños de nuestra propia vida, que esta depende únicamente de nosotros. No hay nada más lejos de la realidad ¿acaso hemos decidido vivir? ¿Es lícito, entonces, apropiarse de aquello de lo que somos solo administradores? Somos un don de Dios, porque somos obra principalmente de su amor, aunque también somos fruto del amor de nuestros padres. Esta concepción posesiva y egoísta de la propia vida, encuentra su fundamento teórico en la mentalidad de nuestro tiempo, pues como muy bien advierte el Papa “los avances de las ciencias y las tecnologías biomédicas inciden sobre la percepción del cuerpo, induciendo a la idea de que se puede modificar sin límite. (…) Pueden llevarnos a olvidar que la vida es un don, y que somos seres creados y limitados, que fácilmente podemos ser instrumentalizados por quienes tiene el poder tecnológico” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 82). Frente a esta mentalidad posesiva, egoísta de la vida, que la priva de su sentido más profundo, os exhortábamos en el mes de octubre a caer en la cuenta de que sois, como familia, un don de Dios para nuestro mundo, del mismo modo que vuestros hijos y su vocación son un don para vuestro hogar. Junto a esta dinámica del don, como vimos en noviembre, la única actitud realmente válida es la del ofrecimiento agradecido, tal y como se apreciaba en la vida de san Luís Martín: ”Solo Dios puede exigir tal sacrificio, pero él me ayuda con tanta fuerza que, en medio de mis lágrimas, mi corazón rebosa de alegría” (Carta de San Luis Martin a la familia Nogrix. 10 de abril de 1888). Esta perspectiva es profundamente religiosa y da pleno sentido a nuestra existencia. Tal vez, sean mucho más claras las palabras del Papa en este sentido “la vocación sitúa toda nuestra vida de cara al Dios que nos ama, y nos permite entender que nada es fruto de un caos sin sentido, sino que todo puede integrarse en un camino de respuesta al Señor, que tiene un precioso plan para nosotros” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 248). 

Dando un paso aún más sutil, descubrimos que, puesto que Dios tiene un plan para nosotros, nos ha creado con unas cualidades y talentos específicos, o mejor, nos capacita para llevar a cabo nuestra misión. Sin embargo, esto no significa que deba dedicarme a aquello que se me da bien, ni mucho menos, a aquello que más beneficio económico me reporta. Muchas veces los propios intereses estrictamente individualistas o económicos, sin ninguna apertura a la trascendencia, se convierten en un obstáculo para el discernimiento. Es cierto, como muy bien indica el romano pontífice que “en el discernimiento de una vocación es importante ver si uno reconoce en sí mismo las capacidades necesarias para ese servicio específico a la sociedad” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 255), pero esto no implica que nuestro trabajo se convierta en la “suma de acciones que uno realiza para ganar dinero, para estar ocupado o para complacer a otros” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 256), sino que “todo eso constituye una vocación porque somos llamados a algo más que una mera elección pragmática nuestra” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 256). Por eso, en el mes de febrero, insistíamos en la importancia de la vida de virtudes, como el único camino de conseguir que nuestros hijos sean realmente libres, y por tanto, capaces de decidir qué hacer con su vida, o mejor, ser dueños de sus decisiones y vivir la propia vida como una ofrenda. En palabras de santa Celia: “servir a Dios y esforzarnos por estar un día entre el número de los santos” (Carta de santa Celia a sus hijas María y Paulina, 1 de noviembre de 1873). 

Mediocridad y conformismo, “esto no es para mí”

Cada vez con mayor frecuencia podemos contemplar cómo nuestros niños, adolescentes y jóvenes parecen desmotivados, carente de iniciativas, sin creatividad… Esta sensación de conformismo y mediocridad es también un obstáculo para el buen discernimiento. Sin embargo, lo más asombroso de todo es que un planteamiento vocacional explícito es la solución a este problema, de ahí las palabras del Papa: “cuando uno descubre que Dios lo llama a algo, que está hecho para eso (…) entonces será capaz de hacer brotar sus mejores capacidades de sacrificio, de generosidad y de entrega. Saber que uno no hace las cosas porque sí, sino con un significado, como respuesta a una llamada que resuena en lo más hondo de su ser para aportar algo a los demás, hace que esas tareas le den al propio corazón un experiencia especial de plenitud” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 273). Si queréis alejar de vuestros hijos estos sentimientos de conformismo y mediocridad, que tanto daño hacen a su vida espiritual, no tenemos más opciones que poner ante sus ojos la pregunta vocacional. Por eso, en el mes de marzo citábamos a nuestro arzobispo emérito D. Braulio para afirmar con él que la iniciación cristiana queda incompleta si no lleva a la pregunta: “Señor, ¿qué quieres de mí? ¿qué lugar deseas que ocupe en la Iglesia?” (cfr. Directorio Diocesano para la Iniciación Cristiana, 147). Y es que, como nos recordaban las palabras de san Luis Martín, resulta realmente triste, para los que tenemos fe, ver a tantos jóvenes que viven “sin pena ni gloria y sin preocuparse por lo que les espera…” (Carta de San Luis Martín a uno de sus amigos de juventud, el Sr. Nogrix. Año 1883) 

Falsa precaución, “no estoy seguro”

Por último, siempre está presente el peligro de que las dudas acerca de nuestras fuerzas y capacidades, a las que se añade el miedo a la dificultad, al fracaso o a no ser feliz, ahoguen la llamada que Dios ha puesto en nuestro corazón. Este peligro no está únicamente presente en el discernimiento, sino que nos acompaña en nuestro día a día, pues estas dudas son consecuencia de nuestra frágil condición humana. Pero la solución es bien sencilla: salir de nosotros mismos, no aislarnos en nuestras dudas y miedos, sino en acudir y confiar en Cristo, que es el único capaz de dar calma a las olas y tempestades que nos circundan. La clave está en confiar en Cristo. Él es Dios y, por tanto, es capaz de hacer posible lo imposible, de mostrar su fuerza en nuestra debilidad, porque “cuando el Señor suscita una vocación no solo piensa en lo que eres, sino en todo lo que junto a Él y a los demás podrás llegar a ser” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 289). Si esto es así, ¿tiene sentido dejarse llevar por las dudas y el miedo? Forman parte del discernimiento, pero hay que seguir más allá, y en este camino de discernimiento es clave la compañía, el consejo, el ánimo. El Papa nos advierte de que hoy día “es muy difícil luchar contra la propia concupiscencia y contra las asechanzas y tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos aislados” (Francisco. Exhortación Apostólica Christus Vivit, 110). Por eso, aunque no podemos nunca olvidar las ayudas que la Iglesia pone al servicio de vuestros hijos para que no se sientan solos en este camino – tales como el director espiritual, y por supuesto, el Seminario Menor – también vosotros, padres, debéis acompañarlos. De ahí que, en el mes de abril, os diésemos algunas claves para ayudar a descubrir indicios de vocación, y, en mayo, os invitáramos a cultivar en vuestros hijos la prudencia hasta sus últimas consecuencias: la intimación, para que puedan decir como santa Teresita: “he hecho absolutamente todo lo que estaba en mis manos para responder a lo que Dios me pedía” (Historia de un alma)

Esperamos que estas reflexiones os hayan dado luz para comprender cada vez mejor vuestra misión y os haya animado a poneros manos a la obra para que vuestros hijos estén prevenidos de estos y otros muchos peligros en su seguimiento de Cristo, y puedan ser capaces de dar una respuesta libre y generosa al plan de Dios.

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